lunes, 10 de octubre de 2011

Asiento 32

“Ayer la vi.
La volví a ver con su falda larga de color verano, cubriéndola hasta los tendones de aquellas pantorrillas bronceadas y tersas. Tenía puesto un cintillo marrón oscuro —algo parecido al color de los árboles— que hacía juego con las iris de su mirada tan serena, y su blanca blusa manga larga a duras penas cubría la piel de esos delicados senos.
No había duda. Era ella. Y siempre será ella...
Su sonrisa me recordaba a la luna en su estado menguante y más radiante, y cuando era de noche, me parecía que hasta el propio astro lunar le guardaba cierta envidia a su semblante. Aunque ahora no recuerdo si era de noche o si era de día. Me parece que era justo al atardecer… no importa. Solo sé que la volví a ver. Y la volví a amar. Como siempre lo hice, y como siempre lo haré. La volví a amar, pero esta vez dentro de aquella carpa azul donde habíamos pasado el último viaje juntos, a orillas de una playa de densas palmeras y paisajes surrealistas, lejos de cualquier signo de vida humana. Podía sentir claramente cómo las gotas de agua salada viajaban como un suave rocío a través de la brisa del mar, hasta entrar por la improvisada puerta de la tienda y terminar bañando ligeramente nuestros cuerpos. Sin embargo, de por sí, ya estábamos empapados por el calor del momento.
Era el instante más feliz de mi vida. Aunque mi vida era ella.
Yo le susurraba cosas lindas al oído, y ella me respondía con un beso de su boca. Y entre aquellos besos, nos soltábamos unas risillas como la de los niños, por el sonido parecido a un chasquido que producían nuestros labios al momento de separarse después de cada roce. Me encantaba cuando acercaba su fría nariz seda con la mía —igual de fría— y acariciábamos mutuamente las puntas en suaves movimientos repetitivos de izquierda a derecha, y viceversa. Pasaban horas y la tierra no se movía. Pasaba el tiempo y el mundo no bastaba. Comencé a acariciar mis labios por todo su cuerpo, desde la comisura de su boca, bajando como un río ondulante a través de su cuello olor a espuma, hasta llegar a la parte inferior de su abdomen plano para comenzar a desnudarla con mis dientes, sacando una por una las distintas piezas que vestía, dejándola descubierta en tal estado puro como fue concebida. Y durante unos instantes me quedé quieto, hipnotizado, como un niño cual se queda petrificado al observar por primera vez la fisonomía desnuda de una mujer, contemplando detalle a detalle aquella obra de arte divina, que sólo Dios pudo haber esculpido tan perfectamente a través de una costilla. Ella sólo me miraba y me regalaba una sonrisa. Y jugamos a ser los dioses de aquella tierra…
No, no era un sueño. Era ella. O mejor dicho, es ella. Y está viva, en algún lado de este universo consciente, comunicándose conmigo a través de la inconsciencia, rompiendo cualquiera de las leyes físicas construidas para demostrar que aún está presente en este plano de la realidad, aunque tal vez no de forma material. Pero sé que está aquí. Lo sé, y estoy muy seguro de eso, aún puedo percibir su perfume a primavera rodeando el aire de mi habitación en cada mañana.
Y me sigue amando, como siempre lo ha hecho, como siempre ha sido y como siempre lo hará en cada sueño que construya.”


La tinta justo se acabó al momento de escribir las últimas palabras. Revisó en una rápida ojeada todo lo que tenía escrito en la libreta. Era bastante texto, y ya le quedaban pocas hojas. Dio un profundo suspiro —de esos suspiros entregados a la amargura— y cerró la tapa del cuadernillo. Continuamente pensaba que las enfermeras de la clínica, al momento de realizar la limpieza, podrían encontrar el cuaderno y tirarlo a la basura como cualquier otro desperdicio, o podrían entregárselo al doctor encargado para realizarle un profundo análisis psíquico. Por eso siempre lo guardaba dentro de un orificio en el colchón, camuflado en toda la espuma de plástico. Aquel cuaderno era lo único que le quedaba en la vida, y lo único que valoraba desde que despertó una mañana en la cama de un hospital. Anteriormente se había ido de viaje junto con su esposa celebrando la luna de miel, hacia un recorrido por todas las playas de la costa, hasta que el bus en donde se transportaban para ir de regreso a la ciudad, sufrió un desperfecto técnico el cual terminó desviándose fuera de la carretera precipitándose cuesta abajo por un acantilado. Aun no podía hacerse la idea de cómo había sobrevivido aquel fatal accidente que acabó con la vida del resto de los pasajeros, pero él no quería ser la excepción dentro del número de muertos, si su mujer era parte de las víctimas mortales.
Ahora ya no encontraba razones para estar despierto, pues todas sus razones se mantenían en los sueños, que era el único momento donde podía estar con ella. La soñaba siempre, todas las noches, todos los días, depende si podía conciliar el sueño. La había soñado antes bailando un bolero con ella sobre los anillos de Saturno, caminando juntos descalzos por la vía láctea, y nadando como peces dentro de aguas cristalinas. Pero esta vez la había soñado en aquella playa paradisiaca, donde habían pasado la última velada juntos, repitiendo en su cabeza la misma escena amorosa de aquel momento. Y todos estos sueños los anotaba en ese pequeño cuaderno de pasta vieja que había encontrado bajo el cajón de la cama del hospital, como su única salida del mundo exterior y consciente.
Pobre hombre.
Si tan solo pudiera despertar y abrir los ojos de verdad, se daría cuenta que todavía está sentado dentro de los escombros del autobús destrozado, en el asiento número 32 al costado de la ventana, con la cabeza inclinada hacia el lado derecho reposando sobre el cuello de ella, respirando su perfume, el mismo perfume que lo inquietaba todas las mañanas, aunque esta ya no tenga vida para poder despertarlo.