sábado, 24 de diciembre de 2011

Un lindo cuento de Navidad

Ella es Isabel. ¿Su edad? No lo sé muy bien… Creo que unos veinte o veinticinco, más o menos por ahí. Es una muchacha todavía, aunque sus órganos y el resto de su alma están bordeando los cuarenta y cuatro. Vive sola dentro de un cuarto estrecho, en una ciudad con un clima mucho más frío que las noches de verano y torrenciales lluvias de su natal costa. Pero eso ya no le molestaba, con un par de guantes de lana, una bufanda vieja que se la amarraba casi a la altura de sus diminutos pechos, y un gorro café de orejeras —bien horrible—, terminó por acostumbrarse muy rápido, aunque muy difícilmente también.

Isabel ya no recordaba en qué parte de la existencia había dejado a los sueños olvidados. Tal vez se les cayeron por el camino el día en que decidió amarrarse bien los pantalones (o el vestido en este caso) y salir a rehacer su vida (disque). Su historial familiar no era muy agraciado ni envidiable. Su madre falleció al momento de darle a luz en un taxi, y el taxista le puso el nombre que lleva ahora pues su padre no quería pensar nada sobre ella. Y su padre probablemente sería más feliz si jamás hubiera sucedido ese parto. La sonrisa de su padre era un mito. Creo que por eso es que a Isabel ya no le importa nada, absolutamente nada. No le importa trabajar como “auxiliar de cocina, mantenimiento y limpieza del Bufé-Restaurante El Paladar”, o mejor dicho, friegaplatos de un comedor de mala muerte. No era una labor muy delicada para una mujer, peor aún, el agua que salía del grifo le dejaba siempre entumidas las manos y con un escalofriante tono azul en sus venas. Su trabajo lo hacía para matar el tiempo. Cruzaba a lo mucho un par de palabras con el viejo, morboso, gordo, cerdo repugnante y malparido jefe; por el simple hecho de ser parte de la moral de las personas. Ya saben, el típico “buenos días” “permiso” “disculpe” “por favor” y todas esas vainas que se aprenden mientras crece… ¿o no?

A Isabel le gustaban ciertas cosas excéntricas que fue descubriendo a lo largo de la vida, piensa además, que son esos pequeños detalles que la hacen vivir feliz en ella, y por consiguiente, la hacen valer la pena: Lanzar piedritas en el río, hundir los pies húmedos sobre la arena caliente, sentir el hielo derretido resbalar por su garganta, acariciar las flores cuando éstas todavía no abren sus pétalos —también las olía para luego estornudar—, y escuchar el ronroneo de un gato en su mejilla. También le agradaba entonar un piano viejo que cuida muy celosamente desde que era una niña, aunque como pianista era una profesional en fracaso. Y escribir. Eso sí, lo hacía muy bien. Pero el problema era otro, pues no sabía que lo hacía muy bien.

Sus días se habían vuelto una rutina. Todas las tardes, cuando su reloj de pulsera marcaba las seis con diez minutos (hora que salía de su no tan apacible trabajo), Isabel emprendía sus pasos a través de los húmedos callejones verdosos del norte de la ciudad, sin cuidado y sin bendición divina alguna, todas las tardes.. Ver pasar a esta mujer por la ciudad es como ver a un alama errante que espera encontrar ese paraíso olvidado entre un mundo de mortales. Daba pasos cortitos y firmes, a veces unos largos y temerosos, huyendo de las miradas maliciosas de los borrachos tirados por la acera. Caminaba unas cuatro o cinco cuadras(por ahí), doblaba la esquina del parque que adorna la zona hasta llegar a su gran puesto de abastos, su gran refugio: La Tienda del Paisano. Efectivamente, en ese lugar atendía un paisano, que curiosamente no tenía dientes, sólo uno grande y amarillo que le colgaba justa arriba en el paladar arrugado. Para un dentista, era satanás hecha en carne. Pero Isabel no se quedaba ahí estacionada contemplando aquel espectáculo bucal—una vez lo hizo, y recibió un seco periodicazo en la cabeza como respuesta a su imprudencia—Compraba un cigarrillo, se sentaba en las bancas del parque que quedaba justo enfrente de aquella despensa y se instalaba a analizar el ritmo acelerado de las personas que paseaban por la zona, mientras aquel palillo de nicotina con olor a cáncer se consumía lentamente en su mano. Daba algunas ciertas bocanadas de humo, tosía, volvía a chupar del cigarrillo, volvía a toser, volvía a chupar del cigarrillo. Por fin se quedaba tranquila. Respiraba profundo y alzaba la cabeza.

Y su mirada siempre estaba ahí como perro sin amo sobre una vereda, buscando alguien entre la gente a quien mirar y quien nadie le responda a la mirada.

Toda esa gente —pensaba ella—, toda esa gente con la misma mentalidad fundida de robot, yendo de aquí para allá, como una gran colonia de hormigas caminando una tras otra que no saben más que vivir por la simple inercia, por la simple costumbre de estar vivos y por el simple hecho de no saber vivir más allá de ser hormiga. Toda esa bazofia resumida en sus mundos insensatos de preocupaciones eternas, con los pasos tanto seguros como inseguros caminando hacia el ritmo de las horas, o el ritmo de la nada, ¡La misma desgracia es! Toda esa…
Frecuentemente esta discusión con su monólogo interior era interrumpido por el zangoloteo de su mano tirando la colilla al suelo. Isabel es linda, pero bien pendeja. Jamás se daba cuenta cuando el fuego del tabaco le llegaba a los dedos. Se sacudía las cenizas de la ropa y se levantaba de la banca a buscar otra distracción para el tiempo. Esto era: o sentarse al pie del riachuelo del parque a lanzar piedritas hasta que la mano le calambre, o jugar con los gatitos que deambulaban el lugar por algún trozo de comida. Cualquiera de las dos cosas, igual la divertía.

Día tras día con la misma escena, el mismo capítulo y los mismos personajes. Isabel es como una serie aburrida de televisión nacional. A nadie le llama la atención.

Cierta tarde de diciembre en las vísperas de fiestas (como en los cuentos de navidad para niños), la vida le jugó nuevas cartas para Isabel, de esas cartas que uno jamás se espera, pero siempre llegan.

Ella se encontraba entretenida durante su acto religioso de acariciar felinos, cuando escuchó las palabras de un sujeto que provenían del costado de su hombro derecho.

—¡Pero qué hermoso gatito siamés!

Era un tipo de unos treinta, más o menos, esos de la risa fácil y carentes de masa muscular que se había acercado a Isabel para observar también a los gatos. Espera… ¿Un hombre hablando de gatitos? —pensó— ¿No será maricón?

— ¿Tú los cuidas? Se los ve muy felices. — dijo el sujeto.

No, no lo creo. Al menos no se depila las cejas. Igual, ¡Bah! Con tal que sirva de algo…

—No siempre… —dijo Isabel— Si dejaran de dormir tanto, tal vez lo haría.

—Así son los gatos. Duermen hasta 16 horas.

— ¿Amante felino?

—Se podría decir. Soy veterinario.

Hubo un breve silencio. En el lugar habían tres gatos escuálidos sobándose entre las piernas de cada uno, y uno semi-obeso tirado en su lecho, con la mirada perdida hacia quien sabe cual horizonte. Todos eran machos. De seguro los gatos eran maricones.

—Ese de ahí acostado anda muy enfermo — exclamó el tipo.

—Sí creo... Sólo anda sin ánimo y jadeante, como si ya no tuviera más vida—respondió Isabel.

—Como a mucha gente, siguen respirando pero no saben que están muertos.

—Ehh…. Si…. Supongo….

El extraño sujeto dejó de acariciar a los gatos. Se puso en pie y se acomodó la camisa, listo para emprender su caminata.

—Mañana vengo a esta misma hora con mi equipo para revisar al gatito, y si es necesario me lo llevaré a mi consultorio.

—Mañana también estaré a esta misma hora, siempre paso por aquí. —Contestó Isabel.

—Ya me había dado cuenta — Una sonrisa se asomó en la cara del sujeto— Entonces, ¡Nos vemos mañana!

—Bu..Bueno… ¡Hasta mañana!

Se fue.

¿Qué había sido eso? Isabel no había sentido esa sensación extraña dentro de su cuerpo, como una gran orgía de polillas en un ataque de frenesí estomacal(vulgarmente llamado mariposas en el estómago), desde que era una niña. Pero si nunca tuvo infancia… Entonces ¿Qué carajo había sido eso? Isabel también era bien pendeja con los hombres, pensaba que todos sólo buscaban satisfacer sus propios intereses, aunque este era un resultado muy diferente. Pero… ¡Mierda!, pensó Isabel, ¡Cómo pude haber sido tan cojuda de no haberle preguntado ni siquiera su nombre! ¡Mierda, mierda, mierda! … … … Bueno no importa, mañana lo voy a ver, y aprovecharé para preguntarle todo lo que quiera, y tal vez vaya a su consultorio, y habrán muchos gatitos y nos quedaremos conversando todo el tiempo del mundo. Y .. Si si sí, eso haré.

El día siguiente era Nochebuena. Y ahí estaba Isabel, como toda una linda imbécil, sentada en una triste banca del parque junto a una gran patrulla de gatos escuálidos que le maullaban por algún trozo de comida. Eran las cinco con treinta minutos, hora de la tarde. Isabel le había insistido incesantemente a su jefe de salir temprano del trabajo, por motivo de la Navidad. Consiguió lo que quería, pero eso le costó una palmada en la nalga. Desgraciado.

Y pasaban los minutos, y el extraño sujeto amante de los animales no aparecía. El crepúsculo de la tarde poco a poco le golpeaba en la frente a Isabel. Agarraba uno que otro gato, los acariciaba, luego los soltaba. Parecía esas viejas con maridos muertos sin más diversión que mimar un gato. Los minutos se hicieron horas, y las horas pasaban. —Vaya mierda — Isabel se rindió. Entregó un largo suspiro a la noche y emprendió el paso hacia la tienda a comprar su cigarrillo nuestro de cada día. Un tabaco jamás te traiciona.

El periódico de la crónica roja había ya sacado la edición del día siguiente y estaba en exhibición como siempre en la entrada de la despensa, con sus típicas letras gigantescas de color amarillo y rojo, resaltando algún cadáver bañado en sangre que no tuvo mejor suerte con algún asesino. Le echó una rápida ojeada a la portada: “POR RESISTIRSE A ASALTO RECIBIÓ UN BALAZO COMO REGALO DE NAVIDAD”
“¡Pero qué carajo! ¡Ese rostro lo conozco!” La foto demostraba al veterinario que había conocido el día anterior, con la mirada fija en el lente de la cámara y con un gran agujero en su cabeza pintando un lindo escenario de rojo en la vereda. Isabel no podía creerlo, se le había esfumado el aliento por un largo rato antes de procesar su reacción en la mente al asunto. “¡Pero porqué mierda todo lo que comienzo a tenerle afecto tiene que morirse! ¿Acaso no es algo que sólo lo invento con mi pluma? ¡Por la puta madre!” Isabel se tomó unos varios segundos para tranquilizarse. En ese corto lapso de tiempo solo se escuchaba el crujir de sus dientes por la descarga de furia que emanaba a su boca. Apretaba muy fuerte los dientes. Era un milagro que no se partiera una muela. Volvió a soltar un suspiro, pero esta vez no se lo entregó a nadie, sólo lo soltó. Se acercó al paisano unidiente que atendía en la tienda para pedirle un cigarrillo, y lo acompañó con una cerveza. La cerveza tenía diminutos trozos de hielo que nadaban en su interior, tal como le gustaba. Delicioso.